28 de enero de 2007





Embrujo



Paseaban sus 16 jóvenes años por los caminos,
entre fuentes agonizantes y majadas repletas de piñas y hojarasca.
Lo hacían todos los veranos al encontrarse en aquel pequeño pueblo.

Cada tarde de aquellos meses de verano emprendían un largo camino que les iba mostrando las más emocionantes experiencias que podían existir para ellos.

Los altivos pinos se iban desangrando lentamente a su paso, impregnando el aire con la fragancia de la resina fresca.

Aquella tarde el sol ardiente y seco curtía sus rostros.
Oían el canto de las chicharras perdiéndose entre los bosques.
La piel, acariciada por el viento tenue y seco.
Las manos, frías y húmedas, esperaban inquietas su primer contacto.
Los corazones vibrando de emoción a cada paso del camino.
Las tímidas miradas rehusando el encontrarse.

Al fondo, la efigie del Castillo les invitaba a remontar la pendiente.
Sentían esa extraña atracción mientras dejaban atrás las últimas bodegas.

Pocas palabras.

Los cuerpos fatigados se miraban esquivos.
Al fin, en la almena más alejada, se daban la mano mientras pronunciaban alguna frase intrascendente.
Las miradas fijas en el sol escondiéndose detrás del horizonte.
Los cuerpos húmedos y temblorosos.
Los últimos rayos de sol iluminaban sus jóvenes semblantes.
Los corazones estremecidos mientras el viento jugaba caprichoso entre los viejos muros.

Pocas palabras.

Ambos se veían sorprendidos por las conmociones del primer amor.
El sol huía vertiginoso, ávido por aportar la oscuridad que requiere la primera caricia.

Pocas palabras.

Solos, unidos por un beso, mientras sentían el ritmo frenético de su respiración.
Pasaban fugazmente los minutos mientras la noche les iba impregnando.
Amanecía la Luna sobre el horizonte oscuro, anunciando la hora del regreso.
Divisaban las primeras casas del pueblo cuando se soltaban las manos entumecidas.
Siempre, al acercarse a la altura de la ermita, se separaban por temor a que les vieran.

Pocas palabras, al despedirse aquella noche.




De esta forma iban transcurriendo los últimos días de aquel verano.
Terminaban los últimos paseos entre pinares y choperas y campos de girasoles.
Sus ojos clavados en sus ojos esperaban la despedida.
__¿Cuándo volverás?...__


Transcurrió ese verano y varios más.
Pasaron varios años y volvieron, por aquel pueblo.
Volvieron en muchas ocasiones.
Nunca se encontraron.
Volvieron, cada uno, con sus retos e ilusiones.
Cada uno con sus recuerdos y sus tragedias.
Volvieron con sus miedos y sus ambiciones.
Volvieron con sus hijos y sus familias.
Con sus éxitos y sus fracasos.
Volvieron enamorados.
Y pasearon sus recuerdos por los caminos, entre cántaros rotos y olor a resina seca y perdida.
Volvieron y siguieron vagando entre los recuerdos de aquella tarde en El Castillo...


Hoy es una noche calurosa del mes de agosto.
No parece que hayan pasado treinta años.
La música de la orquesta sigue alegrando La Plaza de aquel pueblo.
En el bar los mismos de siempre apuran sus bebidas una y otra vez.
A un lado de La Plaza unos ojos inquietos buscando entre la gente que baila.
En el centro, una mirada indecisa deseando encontrarlos.
Bien entrada la noche las miradas definitivamente se cruzan.
El tiempo se detiene de golpe.
Los corazones paralizados repentinamente.
Falta el aire.
La música de la orquesta enmascara el latir de sus corazones.

Pocas palabras.

Solo una sonrisa disimulada y cómplice.
Cinco campanadas resuenan estridentes en el reloj de La Plaza.
Las miradas, imantadas, se niegan a separarse.
Los músicos afinan sus últimos compases mientras van anunciando su despedida.
Las copas exprimidas hasta la última gota.



La aurora tenue y azul va invadiendo tímidamente los oscuros murallones del Castillo.
La brisa fresca inunda la madrugada.
El firmamento entero ilumina tenuemente las paredes del Castillo.
En la atalaya más alta, dos seres de cera se funden en un abrazo.
Estremeciéndose de frío...
Y de nervios...
Y de miedo...
Y de emoción...
Y de ilusión...
Y de temor.

Pocas palabras.

Solo una mirada tímida e ilusionada más allá de las estrellas.
Las manos, como antaño, frías y húmedas...

En la gélida madrugada, sudan los ojos.


“Albedo”

Presentado al Certamen de Relatos Cortos del Diario La Razón
Agosto de 2005



Encuentro


Las rayas intermitentes pintadas sobre el asfalto, transcurren por el centro de la carretera con la carencia del paso de los segundos.
El aire fresco intenta penetrar por las ventanillas entreabiertas, luchando contra el humo del cigarrillo que busca una salida al exterior mientras se van sucediendo los pueblos de dos en dos.
En la mente, transcurren multitud de imágenes mezcladas a lo largo de treinta años. Intenta poner las ideas en orden pero le resulta muy difícil. La vida es un montón de experiencias encontradas. Lo que durante años fue una ilusión juvenil, se transforma en unas horas en una mezcla de pasión, amargura y expectación incomprensibles. La historia los separó y la historia hoy los vuelve a juntar cuando ya no hay vuelta atrás. Ahora que están atados de pies y manos se vuelven a juntar para preguntarse mutuamente: ¿Qué va a pasar ahora?
No hay respuesta. Solo decidirá el destino caprichoso.
Mientras tanto, los ojos fijos en el final de cada curva.
Ella esperando el momento del encuentro.
Hora y media rodando a toda velocidad le lleva al final de su destino. Sale de la autopista al mismo tiempo que Ella va aparcando en la gasolinera del pueblo donde han concertado su cita.
La misma música sonando en ambos coches.
La misma inquietud de siempre, cuando todos los años se veían por primera vez al comienzo del verano.
Bajan de los coches deprisa, cerrando deprisa las puertas y aguzando sus sentidos para impregnarse de sus tímidas miradas.
De su olor.
De su ternura.
De su cariño.
De su amor.
La sonrisa amplia le recuerda a Amanda.
El sol en su pelo suave, negro y ligero.
Y su agradable estribillo al saludarle, sin apenas un beso disimulado.
El corazón pasa en segundos de estallar, hasta el reposo más absoluto. Solo el mantenerse las miradas les aporta el sosiego que necesitan.
Un saludo escueto es suficiente como bienvenida.
__ ¡Holaaa...! ¿Qué?
__Nada...

Juntos comienzan paseando sin destino por los alrededores del pueblo amurallado. Él, las manos en los bolsillos; Ella, sujetando su bolso en bandolera mientras se van rozando suavemente los brazos a cada paso.
Se miran, sin hablar, mientras callejean entre los muros de adobe deshechos.
Reconocen el sentido de esas sonrisas desde hace muchos años.
Transcurren por la pradera verde donde algunos paisanos toman un vino alrededor de las mesas de piedra. Las miradas como siempre buscándose inquietas entre el verde rabioso del césped que crece espontáneamente.
No necesitan hablar.
Solo sus miradas rebosan de palabras que nunca encontrarían para expresar lo que sienten. Siguen paseando a lo largo de las murallas intentando huir de la realidad que les asfixia.
Pero no pueden.
Lo real y lo virtual se mezcla en una amalgama inquietante. Permanecen unidas sus miradas preguntándose si esto es real, o es un sueño, o... una pesadilla.

__ ¿Quieres que nos sentemos...?

El banco labrado sobre un viejo tronco carcomido les sirve para dirigir sus miradas hacia el horizonte donde los últimos rayos del sol juguetean con las nubes deshilachadas y rojizas. Aquellos atardeceres que fueron testigos tantas veces de sus miradas, de sus besos, de su pasión juvenil durante aquellos años. Aquellos atardeceres que día tras día fueron cómplices de su amor imposible.
Hoy, después de tantos años, sigue siendo un amor tan imposible como antaño, ahogado en secreto por responsabilidades y compromisos que les ha ido estrangulando poco a poco hasta dejarlos ya casi sin aire.
Aire templado que al final de la tarde les acaricia suavemente aportándoles una ansiada tranquilidad.

El sol sigue escondiéndose despacio entre algunas nubes coloreadas. Se diría que no quiere perderse estos momentos.
Al cabo de un profundo suspiro las manos se encuentran entrelazando los dedos para siempre.

__No me creo que estemos aquí juntos.
__Yo tampoco.

Vuelven a cruzarse las miradas pero esta vez no es suficiente. Van cerrando los ojos cuando unen sus labios lentamente mientras el sol, ruborizado, termina por esconderse satisfecho. ¡Tantas veces iluminó esos momentos...!
Las luces de las murallas medievales le toman el relevo y comienzan a iluminar tenuemente el paseo colgado frente al valle salpicado de sabinas y bogs.
Tienen tantas cosas de que hablar que no saben por donde empezar. Solo rememoran una y otra vez los momentos agridulces que pasaron en su juventud.

__Me hiciste sufrir mucho.
__Lo sé, y lo siento.

Va oscureciendo rápidamente mientras siguen unidos en un abrazo solo interrumpido por montones de besos y caricias, de una ternura tal que no lo recordaban desde hacía muchos años.
Les faltan manos para acariciarse cuando dan las diez de la noche. Miran de reojo sus relojes y son conscientes de que está terminando este momento de pasión.
Llega el momento del adiós.
Llega el momento del dolor.
Parece que no se pueden despegar. Lo intenta cada uno pero el otro lo abraza con más firmeza cada momento.
Las gargantas tan sumamente doloridas que no pueden emitir una sola palabra.
Los ojos al rojo vivo imploran que no termine la noche. Si esto es un sueño no quieren despertar jamás.
Al cabo de unos minutos eternos las manos sudorosas van separándose poco a poco.
Solo les quedan unas pocas palabras...

__ ¿Cuando volveré a verte…?
__Pronto, espero...
__ ¿Sin planes?
__Sin planes.

Las luces rojas de su coche van haciéndose más y más pequeñas a medida que se aleja por la carretera. El silencio y la oscuridad se van adueñando del momento como profetas de un futuro incierto.
La esperanza luchando siempre por imponerse.

“Lo mejor está siempre por llegar”



“Albedo”

Madrid, 27 de septiembre de 2005


Escrito durante el Seminario de Telecomunicaciones organizado por IDC España en el Hotel Palace de Madrid.



Al otro lado del Castillo


Sus pasos hacían crujir el manto de escarabujo mientras su mente se esforzaba por entender, de una vez por todas, lo que estaba pasando en su vida.

Las nubes se iban tornando cada vez más oscuras y espesas amenazando mojar aquel pelo negro azabache. La cabeza ligeramente inclinada intentando descubrir alguna pequeña seta debajo del suelo reseco.

Toda la vida le gustó pasear durante el otoño por los montes donde transcurrió su juventud. Siempre fue una tradición el ir de paseo. Durante sus largas caminatas alternaba la meditación con la búsqueda de migueles, nízcalos o senderillas. Aquella tarde de octubre buscaba además los motivos por lo que todo para ella era tan terriblemente complicado.

Las primeras gotas comenzaban a caer sobre la capucha de su chubasquero azul. El suelo dejaba de crepitar, aliviado por la humedad que lo iba empapando.
Ella seguía caminando impasible, de forma autómata, indiferente a la lluvia. Las manos en los bolsillos, la mirada baja, mientras las primeras gotas resbalaban por su rostro.

Su vida hasta entonces había sido un cúmulo de trabajo y esfuerzo raramente recompensado. Hasta hoy solo sus hijos le aportaban la satisfacción que necesitaba. Su instinto maternal le había dominado siempre.

Las punteras de sus zapatos se iban mojando poco a poco y las jaras frescas comenzaban a humedecer sus pantalones vaqueros por debajo de las rodillas.

Hacía dieciocho años que había tenido su primera hija con la emoción y la ilusión que inundan esos momentos. Fue tal la experiencia que al poco tiempo quiso repetirla; hasta dos veces más en aquellos cinco años. Al cabo de un tiempo, sin darse cuenta de cómo se dibujaría su futuro, su pareja comenzaba a huir de las responsabilidades familiares que le atemorizaban.
Fue entonces cuando se dio cuenta de que el camino, a partir de entonces, lo seguiría recorriendo sola, completamente sola.

La tarde iba cayendo y la lluvia se había convertido en un orballo fresco que aliviaba el sofoco del largo paseo. Apenas algún champiñón silvestre había recogido hasta entonces mientras seguía pensando casi en voz alta.

Ella, desde la más absoluta soledad, estaba sacando adelante esa familia a base de sudor, de lágrimas y desesperación, recibiendo como única recompensa las cómplices miradas de sus pequeños cuando llegaba a casa al salir del trabajo. Para su pareja, como tantos otros, no era precisamente lo más gratificante el terminar la jornada escuchando los problemas y las experiencias de sus hijos durante el día.
No obstante, la casa estaba limpia, la ropa planchada y la carne guisada, caliente en su plato.
Mientras, su pareja le iba negando, primero el dinero para mantener a sus hijos, después el cariño y por fin la palabra y el apoyo que ella necesitaba.

Hoy solo le quedaba mirarle a los ojos preguntándole ¿por qué? mientras él rehuía cobardemente su mirada.

Así transcurrieron los años mientras el silencio entre los dos se iba imponiendo al igual que la distancia. En pocos años el cariño se transformó en pena y en rabia y en desilusión. En pocos años se fue levantando el muro que hoy les separa, muro que disgusto a disgusto, lágrima a lágrima, acabó por convertirse en un castillo infranqueable donde ella se refugiaba añorando un futuro mejor.

Apenas se vislumbra algo de luz, la suficiente para diferenciar alguna lepiota procera de los tocones de los pinos recién cortados. La niebla densa ha acabado con la lluvia y comienza a sentir frío. Si no fuese porque sigue caminando, le costaría evitar la tiritona. Los pies están empapados y en su camiseta la humedad del ambiente se ha mezclado con el sudor.


Hoy, su hija mayor ha emprendido el vuelo lejos de ella. Los dos pequeños todavía no se han independizado y su marido se ha afianzado en la figura de okupa de esa casa. Ella sigue okupándose de sus hijos, okupándose de su casa, okupándose de sus padres, de sus familiares enfermos... en fin, de todo.
Los problemas se han enquistado y el dolor prácticamente ha desaparecido solapado por la esperanza de un cambio renovador.
Y sigue preguntándose que es lo que ha hecho mal. Por qué la vida le niega un momento de felicidad.

Va abandonando el bosque oscuro para enfilar el sendero que asciende al castillo. El polvo del camino se ha transformado en un barro arcilloso y suave. La noche le ha sorprendido casi sin darse cuenta pero no necesita luz para subir a la fortaleza. Conoce el camino de sobra. Remonta la última rampa de acceso sintiendo un frescor agradable en su rostro. Va recordando cada una de las veces que subió en su juventud, cuando la ilusión por el futuro le ocupaba toda su mente.
Hoy, en esta noche húmeda y fría solo se escucha el clic de su mechero al prender un cigarrillo. El humo templado contrasta con la brisa helada de la noche.
Al otro lado del castillo, encima del horizonte, se vislumbra una pequeña luz extremadamente brillante. Es Venus, el primer cuerpo celeste que nace al anochecer.
Se queda observándolo hipnotizada, con la vista perdida y la mente en blanco.


A muchos lejos de allí, en lo alto de una cumbre tapizada de nieve, alguien se debate entre la incertidumbre y la esperanza. Toda su vida ha sido una especie de esquizofrenia existencial. Las contradicciones le llevaron al refugio de sus montañas y hoy día suponen un retiro donde no caben los problemas mundanos. Aislado entre el cielo y la tierra observa maravillado el brillo de una estrella lejana. No parpadea mientras se sorprende de la atracción que supone aquel astro. Siente que aquella luz deberá guiarle en el futuro hacia otro mundo de ilusión. La ilusión que perdió cuando hace unos años abandonó la esperanza de recuperar a su amada.

Han pasado muchos años desde aquella noche.
Ella, al fin, tomó la decisión que debía haber tomado hace tantos años atrás.
Él, separado y solo vive inmerso en la soledad de sus sueños.


La luna llena ilumina hoy esta noche de verano.
En los prados verdes de un pueblo llamado Medina, unos críos pequeños y escandalosos juegan a la pelota, felices.
Sus padres apuran los postres de las Clarisas en el restaurante de enfrente.

__ Tu madre y yo vamos a salir a dar un paseo.
__ ¡Mirar qué hacen los chicos!


Una pareja de viejos pasea sus achaques por los alrededores de la muralla, lejos del campo de fútbol.

__ ¿A donde vais, abuelo?
__ A dar un paseo.

Cogidos de las manos húmedas y frías se sientan en un banco de madera carcomida mirando al valle.

__ Mira esa estrella como brilla.
__ Es Venus.
__ ¿Si?
__Sí...La diosa del amor


“Albedo”


Madrid, 17/11/2005

La Danza de los Ojos Cómplices



El sonido infernal procedía del coche aparcado en el borde de la carretera de acceso a la ermita. Las cinco puertas abiertas de par en par de forma que las dos de la parte izquierda del vehículo, casi invaden la calzada. Cuatro o cinco chavales jóvenes van sacando grandes botellones con calimocho y otros combinados.

__ ¡Me cago en dios, saca la birra de una puta vez!

Son las once de la noche. Las chicas, mínimamente vestidas con unos shorts y camisetas escotadas disfrutan claramente con la conversación.

__ ¡Vete a tomar por culo, gilipollas!
__ ¡Cállate ya, hijoputa!

Siente una agradable sensación cuando recuerda los años en los que salían a pasear por la ermita con el único objetivo de flirtear con las chicas del pueblo. Entonces lo que menos necesitaban era música a todo volumen y gritos estridentes. La discreción era fundamental, aquellos días de verano.

Una anciana con el pelo completamente blanco, se va acercando lentamente, paso a paso a la puerta de la ermita, donde hay una mínima portezuela enrejada por la que se ve el interior iluminado tenuemente por un cirio casi consumido en un charco de cera. La mujer se santigua despacio a la vez que entorna los ojos. Al cabo de un par de minutos vuelve a santiguarse, da media vuelta y comienza a subir con esfuerzo la cuesta que le separa del pueblo.

__ ¡Tíaaaaa, pasa la farlopa, coño…!
__ ¡Que te jodan tío!

Hace muchos años desde que aquella pandilla pasaba las tardes en la ermita del pueblo. Entonces, se escondían en la parte trasera donde había un pollete de piedra suficientemente discreto como para preguntarse en voz baja si podían darse la mano. De fondo solo oían el chirriar de las chicharras y de vez en cuando el motor de algún coche que pasaba a toda velocidad hacia el interior del pueblo.

Hoy, después de cenar, se ha acercado a echar un vistazo a la parte trasera de la ermita ante la total indeferencia de los jóvenes. Lo que antaño era una pradera de hierba fresca y limpia que invitaba a tumbarse y mirar las estrellas, hoy es casi un vertedero lleno de botellas de plástico y latas oxidadas. Apenas alguna brizna de hierba ha sobrevivido a este desastre.

Es la primera noche de fiestas y todavía no ha visto a ninguno de sus viejos amigos. Sigue paseando por los alrededores del pueblo, haciendo tiempo hasta que comienzan los primeros ajustes de la orquesta.
Este año algo ha cambiado en su vida pero no le impide sentir la misma expectación por reencontrarse con sus antiguos compañeros de tantas aventuras.

También estará Ella.

También con la misma emoción.

El ritual se repite un año más sin que por ello pierda expectación. Nada más llegar se encuentra con su viejo amigo de siempre.
__ ¡Hombre, ya es hora que aparezcas!
__ ¿Creías que no vendría o que?
__ ¿Cómo estás?
__ ¡De p. madre!
__ Como siempre
__ ¿Donde están las chicas?
__ Solo he visto a una…

Ya parece que la orquesta ha terminado de ecualizar mientras llega una de ellas

__ ¡Holaaaaaa…! ¿Cómo estás?
__ He estado mejor
__ ¿Y eso?
__ ¡El año, que ha sido duro!
__ Ja, ja, ja…

La orquesta arranca definitivamente a ritmo de pasodoble, que es lo que procede.

Los botellines comienzan a refrescar las gargantas resecas.

Va acudiendo cada vez mas gente atraída por la música que comienza a ser estruendosa. Todavía no ha aparecido Ella.
El aire se va refrescando a medida que transcurre la noche. Se sientan los tres en las sillas de la terraza del bar comentando los temas habituales mientras él escudriña cada uno de los rincones de la plaza esperando el primer cruce de miradas. Al cabo de un rato aparece la última pieza de aquel puzzle maravilloso.

Viene bajando la calle con su andar peculiar.

Los ojos como aguijones.

Pocas palabras.

Y entrecortadas.

Comienza el baile de miradas.
La danza de los ojos cómplices.
__ ¿Qué?
__ Nada

Los cuatro juntos se miran unos a otros mostrando unas leves sonrisas pícaras.

__Os vemos muy bien…
__Vosotros tampoco habéis cambiado.

Como todos los años comienza el juego de miradas disimuladas y tímidas.
Las frases con doble intención se apropian de la tertulia.
Los pasodobles y los valses se van transformando en románticas baladas que aderezan los viejos y entrañables recuerdos.

El reloj de la plaza parece tener prisa en marcar la hora en la que los borrachos duermen la moña y la mitad del puzzle se plantea retirarse a descansar.
Nadie queda ya en la plaza salvo los encargados de limpiarla esta noche.
Él se niega a retirar los ojos de su chica mientras comienza a barrer uno de los bordillos.
__ ¡Déjame a mí un poco…!

Se van relevando los dos intentando lograr un leve contacto de sus manos cada vez que se intercambian el cepillo. Siempre prestando atención para que no los vean juntos mas de unos segundos.
La plaza está ya limpia y él no tiene ya motivo de permanecer allí si no es para mirarle una vez más. Pero no puede ser. Opta por abandonar la plaza antes de que alguien se fije en sus ojos vidriosos.
No tiene más remedio que conformarse con un __ ¡Hasta pronto! sin mirarle a los ojos. Un desconsolado broche a una velada plena de sensaciones difícilmente explicables.

Pero se niega a terminar la noche. Ese viejo nudo en la garganta le obliga a enfilar la cuesta que termina en las eras donde una montaña de grano recién cosechado le invita a tumbarse en lo más alto.
Las lágrimas de San Lorenzo pasan fugaces cada minuto por el eterno infinito. Otras lágrimas van resbalando por sus mejillas provocando un escalofrío mientras sus ojos se van cerrando despidiéndose del espectáculo fugaz.

Mañana la Luna será llena.

Lo mejor siempre está por llegar.

De nuevo, mañana.


“Albedo”



Quintanas de Gormaz